jueves, 12 de noviembre de 2009

Fast food y parámetros comprendidos - Parte 1


Entramos al estacionamiento semivacío del centro comercial en una de esas ocasiones que he tenido oportunidad de quedar estacionada a escasos pasos de las escaleras eléctricas que dan acceso a la plaza. El verdadero motivo que nos llevaba hasta ahí era el de hacernos de algunos estambres "lindos" para continuar con el recientemente encontrado pasatiempo de mis hijos de hacer bufandas con un mini-telar y ver la peli que yo quería desde hace tiempo.

La primera acción fue dirigirnos a un restaurante que ofrecía una atractiva variedad de platillos, y sí, digo atractiva porque estos eran mostrados en aparadores. Por el horario y el hambre que en ese momento ya iba bastante recargada me pareció una opción favorable. Todos logramos escoger sin dudar lo que se nos apetecía, según el color, la forma, el tamaño y nuestra experiencia acumulada en el inconciente para el área visual-gustativa. Mientras nos servían las bebidas nos acercamos a los ya acostumbrados despachadores de gel antibacterial, que honestamente yo prefiero invertir 3 a 5 minutos más para ir y venir a un baño que tenga jabón y toallas de papel, sin embargo, para mantener cierta complicidad que ese día nos unía, decidí optar por dejar las bacterias muertas en mis manos y ese ligero olor de alcohol mugroso.

El empleado me llamó para decirme que mi orden estaba lista y hasta dijo "señorita", aún viéndome con mi par de hijos que ya están bastante desarrolladitos. Talvez la ventaja de que mis hijos me digan "Lú", es que a algunos les convendría verme como la hermana mayor o la tía de mis hijos. Me acerqué a la barra para recibir mi "orden", lo cual estipula que se trata más de una "fast food" que de algo mas decente para una comida de día de cumpleaños. Cuál fue la triste aclaración que sin duda se trataba de una "fast food", que la comida estuviera servida en platos de plástico, eso sí, los platos de plástico más finos que se pueden conseguir, pero ¡¡plástico!! al fin y al cabo. Tomé la charola con la comida y la llevé a la mesa. Así me habrán visto refunfuñando por el plástico que mis acompañantes entraron en Operación Optimista para desaparecer aquel rostro desfigurado por la decepción con frases como "bueno, pero casi no se ven porque son negros" y "qué importa Lú, lo que importa es la comida", "al rato te doy tu postre en bandeja de plata", así que decidí, ruborizada y con gran esfuerzo, ignorar aquel "detallito" y concentrarme en la plática y la comida una vez que se encontraba en mi boca.

Frente al mostrador de la taquilla del cine, la opción para ver la película completa de Tarantino, era esperar dos horas y media, pero yo no podía cambiar mi opción ni perder el inicio de la misma, así que por decisión estrictamente unilateral, decidimos que así fuera con la condición de pasar por la tienda de mascotas en lo que daba inicio la siguiente función. Eso sí, el vendedor de los boletos no dudó en decirme que la película contenía escenas muy fuertes y mi pequeño, más pequeño, sólo preguntó que si peor que las de REC. Supuse que el vendedor no había visto ninguna parte de REC porque sólo se limitó a voltear a verlo y emitir una risita nerviosa.

Ya en la tienda de mascotas, lugares donde difícilmente logro conseguir otro sentimiento que no sea el de lástima al ver tanto animal enjaulado, llegamos hasta la parte donde tienen a los cachorros y uno de los vendedores se acercó a toda prisa para darnos detalles de cada uno de los perros que mis hijos señalaban tras un "mira que ...". No sé si mi error o mi eterna necesidad de precisar que no me gustan los perros enanos, fue decirles a mis hijos que ahí, en esas jaulas/exhibidores había puro perro enano (algunos de esos grandiosos amigos que tengo, y que se sienten analistas, me dirían que tendría que preguntarme de qué carezco) y el vendedor inmediatamente me dijo "NO, también tenemos este Golden Retriever (mientras iba presurosamente detrás del exhibidor para sacar al ejemplar), que es un perro de tamaño mediano y excelente compañero ¡¡¡para los niños!!!". Con una sonrisa alargada le demostré lo bien que le quedó su curso de entrenamiento para venta de animales. Nos dirigió a un enorme cajón de madera, tipo jaula para humanos, para que todos pudiéramos tener al perro, tocarlo, acariciarlo, hablar y jugar con él hasta ENAMORARNOS. Fue redondita la táctica, terminamos encantados por el animal y yo comencé a hacer números mentales para definir hasta cuanto estaría dispuesta a pagar por un cachorro que en minutos, y con toda la confabulación que mantenía con el vendedor, nos había robado hasta la idea de regresar al cine.

Considerando que hace cuatro meses me había puesto a buscar un cachorro y que ya tenía un parámetro de costos por cachorros de razas no enanas, guardianes y buena compañía para los niños, sabía hasta cuánto estaría dispuesta a pagar por esa belleza. Al final de una extensa explicación de las cualidades del cachorro, su procedencia gringa y su chip de localización injertado e ¡incluido! (casi con acento en la 'i'), fue cuando mis parámetros comenzaron a fragilizarse, pero hasta que el vendedor soltó el precio: (muy tranquilo él) Diecisiete mil quinientos pesos... fue que esos "parámetros míos" quedaron volando en no sé donde y como que me negué a escuchar lo que había dicho aquel vendedor. Lo tuve que poner en números para comprenderlo mejor porque no me quedaba claro, así que le dije "¿17,500 PESOS?", dijo "SÍ, pero incluye bla, bla, bla, bla, bla...... bla". A esas alturas mis parámetros comprendidos (en ese momento incomprendidos) ya estaban sentados en alguna butaca del cine esperándonos.

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