La muerte, tan inevitable, tan temida, tan esperada, tan desconocida, tan enigmática, tan deseada, según la latitud terráquea y el nivel de conciencia que cada uno tenga.
Fuera de renombrar la etiqueta de que los mexicanos nos reímos de la muerte o que los mexicanos tenemos extrañas celebraciones a la muerte, lo cual me parece patético y muestra un juicio superficial, la verdadera celebración que yo reconozco en la gran mayoría de los casos es la de revivir al los difuntos en una ofrenda (del Lat. offerenda, cosas que se han de ofrecer) que incluye, además de elementos simbólicos tradicionales como veladoras, flores de cempasúchil, incienso y papel picado, la foto de los difuntos y muchísima comida, que en teoría era del gusto del o los venerados.
Qué importante es en México el asunto de ofrecer comida, de compartirla, de disfrutarla (a veces en exceso). Con gran esmero se preparan los tamales, el mole, el "pan de muerto" y se considera el tequila u otras bebidas alcohólicas y ahí se ofrece en el altar preparado especialmente para que regresen nuestros difuntos a despacharse a libre gusto entre el 1 y 2 de Noviembre, que en tiempos prehispánicos la celebración coincidía con el mes de Agosto y duraba todo un mes. Entonces, qué es lo que indica que en estos días de Noviembre regresen los muertos del inframundo, de otro nivel energético o del lugar donde se encuentren, para recibir esa ofrenda que se ha preparado para ellos en exclusiva y con esmero. Nada, mas que el hecho de que la familia, o la gente cercana, deciden enfocar los preparativos, el ritual y sus pensamientos en el recuerdo de la persona que ya no se encuentra en este mundo.
Así como el dolor que padecieron los que durante el momento de la muerte de un ser querido era exclusivamente del que quedó vivo y no del muerto, la ofrenda es un gusto para los vivos, no para los que ya no se encuentran.
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